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Los profesionales emigran a EE UU o España. Pero los más pobres terminan su viaje en el país vecino
Por CHRISTINE ARMARIO (*)
BOGOTÁ.- Cuando los primeros rayos de sol despuntan sobre un barrio colombiano conocido como “Pequeño Mene Grande”, una referencia a la cálida ciudad venezolana de la que proceden muchos de sus últimos vecinos, seis hombres y mujeres se levantan de sus viejos y gastados colchones. Las mujeres se maquillan delante de un espejo que cuelga de las barras de seguridad instaladas por dentro de la ventana. Una de ellas envuelve a su hija de cuatro meses en una manta amarilla. Los hombres se visten con chaquetas y gorras de béisbol.
Bogotá es fría comparada con su ciudad natal en Venezuela y su día será largo. Su tarea: vender 54 mangos a menos de un dólar cada uno, con la esperanza de poder enviar algo de dinero a sus familiares, que atraviesan aún más problemas en casa. “Nunca imaginé vivir así”, afirma Génesis Montilla (26), enfermera y madre soltera que dejó a sus tres hijos con su abuela.
Mientras Venezuela se hunde cada vez más en la ruina política y económica, la huida de sus ciudadanos se acelera y alcanza niveles nunca vistos en su historia. Los expertos creen que una décima parte de sus casi 31 millones de habitantes vive ahora fuera del país. Para los profesionales calificados, el destino preferido es España o EE UU, donde se quedan superando los límites de sus visados y ahora solicitan asilo por primera vez (18.155 sólo en 2016).
Pero para los más pobres, que huyen de la inflación de tres dígitos, de las largas filas para comprar comida y de la falta de medicamentos, Colombia es el final del viaje. La vecina nación andina ha recibido a más venezolanos que cualquier otro país: en las últimas dos décadas llegaron más de un millón de personas.
Los más desesperados cruzan ilegalmente por una de los cientos de “trochas”, caminos de tierra en la porosa frontera de 2.200 km entre ambos países. “Cuando hablas con venezolanos, todos dicen ‘me quiero ir’”, expresó Saraid Valbuena (20), que viajó con su esposo y su beba de un mes a principios de año. “Dormimos en el suelo, pero sabemos que con un día o dos de trabajo, podemos comer”.
Este flujo no da señales de bajar y preocupa a las autoridades colombianas que están elaborando planes de contingencia por si aumenta o se repite una crisis como la de 2015, cuando el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, expulsó a unos 20.000 colombianos de la noche a la mañana. El gobierno de Colombia envió recientemente una delegación a un campo para refugiados sirios en Turquía para aprender cómo responder a una repentina llegada masiva de inmigrantes. Oficialmente, Venezuela niega que sus ciudadanos estén huyendo a Colombia. En febrero, Maduro afirmó que los colombianos seguían entrando “en masa” al país. Caracas no da estadísticas sobre inmigración desde hace más de diez años. En un día normal, Montilla y sus compañeros toman un micro hasta el mercado mayorista donde compran los mangos. Pero con el final de la temporada de mangos, las frutas escasean y los precios suben y, en lugar de los cuatro dólares habituales por una bolsa de 30 piezas, el comprador les pide 7,5 dólares, casi el doble. Como no tienen ese dinero, deciden intentar vender los 54 mangos que dejaron en carros de madera que guardan durante la noche en un sector más adinerado de Bogotá.
Cuando salen del departamento hacia la parada de micros, la policía les da la voz de alto. Ellos dicen que son venezolanos. Los policías, sorprendidos por su franqueza, amenazan con llamar a inmigración, lo que no altera a los venezolanos. Una de las tres chicas del grupo saca una tarjeta fronteriza que permite viajes cortos a Colombia. Los agentes parecen quedar satisfechos, pero les dicen que lleven identificación la próxima vez. (AP)
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